La Primavera |
La primavera, también llamada La alegoría de la primavera, es una pintura de temple de huevo sobre tabla (203 x 314), realizada por Sandro Botticelli hacia 1478 o 1480-1481. Perteneció a la colección de la familia Médicis y se muestra en el Museo de los Uffizi de Florencia desde 1815.
Sandro Botticelli (1445-1510) fue un pintor florentino, muy influenciado por las teorías neoplatónicas que conocía por la Academia Medicea, promovida por la familia de mecenas de los Médicis. Su temática favorita es la religiosa y sobre todo la mitológica, inspirada por las obras literarias de la Antigüedad clásica grecorromana, con obras tan conocidas como El nacimiento de Venus (c. 1478), La primavera (1478 o 1480-1481) y La calumnia de Apeles (c. 1485). Sus composiciones de paisajes primaverales que enmarcan historias dinámicas, con distintas escenas que se entrelazan en una secuencia espacial y temporal, destacando el dibujo muy lineal y cuidadoso, casi nervioso, los efectos lumínicos de perspectiva aérea y claroscuro, y el naturalismo sensual de las figuras de hermosos cuerpos desnudos y rostros melancólicos y blanquecinos, casi de porcelana, que tal vez reflejan el sentimiento o reconocimiento de la apenas incipiente decadencia de Florencia. Hacia el final de su vida, influido por las doctrinas reformistas radicales del monje Savonarola, tuvo una etapa mística y más dramática, que se refleja en sus obras con una ruptura del equilibrio clásico, siendo un precedente del manierismo.
El tamaño monumental de la pintura La primavera, propio en aquella época de un fresco o de un tapiz de gran formato, permite diseñar unos personajes de tamaño natural y poderoso efecto teatral, de modo que el espectador se siente inmerso en una escena próxima, con el fondo de un paisaje boscoso de naranjos (un árbol asociado en el Renacimiento a los dioses y al Juicio de Paris) en la izquierda, un mirto (asociado a Venus) en el centro, y laureles (asociados a las ninfas de los bosques y fuentes, y también al escudo heráldico de Lorenzo de Pierfrancesco de Medici, el primer propietario de la pintura) en la derecha. En contraste con el bosque del fondo, el suelo del primer plano parece un típico prado florido florentino (la ciudad de Florencia tenía como símbolos a la ninfa Flora o Florentia, y al David bíblico), con una hierba muy oscura poblada de un auténtico catálogo botánico de flores toscanas, típicas del mes de mayo, varias de la cuales porta Flora: en la cabeza lleva violetas, aciano y una ramita de fresas silvestres; en el cuello una corona de mirto (lo que la asocia con Venus); en el manto unas rosas; y esparce una lluvia de nomeolvides, jacintos, iris, siemprevivas, clavelinas y anémonas.
El bosque estático (al menos en la parte izquierda) enlaza el conjunto en una unidad espacial de composición que cobra dinamismo en el plano principal de los nueve personajes, con cinco escenas triangulares muy equilibradas que se entrelazan en una secuencia espacial y temporal de derecha a izquierda. La mayoría de comentaristas han dividido la obra en tres partes (derecha, el centro con Venus e izquierda), pero hay que señalar que geométricamente son dos, pues Venus no está en el centro exacto, que corresponde a la vertical que pasa por su mano levantada y el arco de Cupido.
En la parte derecha, con cuatro personajes en el plano terrenal más el de Cupido en el celeste, las dos escenas extremas encarnan la transición del movimiento, encarnado en la persecución de Céfiro (dios alado del viento del oeste que preside los meses de febrero y marzo con sus vientos gélidos) y la huida de la Cloris (para los griegos una ninfa de la tierra y los bosques, convertida por el latino Ovidio en la diosa de la brisa, de cuyos labios surgen flores como símbolo de que pide ayuda a Venus), hacia el reposo que preside la transformación de Cloris en la triunfante Flora (diosa de la vegetación). Los tres cuerpos se unen gracias a los brazos extendidos, el juego de luz que vemos en la transición de la relativa oscuridad de Céfiro hacia la luz blanquecina de Cloris y el rico colorido de Flora, vestida con ropas floreadas, mientras que sus cuerpos se construyen en los dos primeros casos con triángulos progresivamente menos inclinados, en una sutil transición hasta Flora, que se define por su verticalidad o estabilidad.
La escena central representa la quietud serena de la diosa Venus (la Afrodita griega), situada en un plano ligeramente más elevado y alejado, enmarcada por un claro del bosque a guisa de halo celestial y vestida al modo de las vírgenes antiguas y cristianas; su postura de contraposto y el brazo levantando así como, sobre todo, la presencia encima de su hijo Cupido (el Eros griego), que con los ojos vendados, lanza sus flechas amorosas (se intuye que antes lo ha hecho a Céfiro, iniciando la secuencia, pero ahora apunta a una de las Gracias, Castitas), introducen una nota de transición de nuestra vista hacia la parte izquierda.
En la parte izquierda hay dos escenas, con otros cuatro personajes en el plano terrenal. En la primera las Tres Gracias bailan sobre un centro formado por sus brazos extendidos, y sus vestiduras, vaporosas clámides de delicadas veladuras, están entre las mejores transparencias renacentistas antes de Leonardo, que no en balde aprendió la técnica al lado de Botticelli en el taller del gran Verrocchio.
En la escena final, Mercurio (el griego Hermes), dios del comercio y del buen juicio, tranquilo amante de Venus y mensajero entre los dioses y los hombres, dibujado en contraposto, introduce una nota de movimiento, en este caso ascendente, cuando aparta las nubes con su caduceo para coger una naranja y así que resplandezca el sol e ilumine con sus rayos la verdad y el correcto camino de la razón y la virtud.
El dibujo es lineal, marcando con delicadeza los perfiles y describiendo con exquisito cuidado los detalles, como los tan celebrados de las flores, la espada de Mercurio o los broches de las Tres Gracias.
La paleta de colores es austera y suave, con predominio de colores complementarios más el verde y el rojo, aunque Botticelli es un maestro del colorido variado y delicado en las pequeñas flores y los frutos, el rojo de los ropajes de los dioses Venus y Mercurio, y la tonalidad pálida de las sedas transparentes.
La luz es uniforme y blanquecina, con pocas tonalidades, sin contrastes violentos a lo largo del alineamiento de personajes, pero sí hay un acusado contraste con la oscuridad del bosque y del personaje más ‘natural’, Céfiro, que parece surgir de los árboles como uno de ellos.
Los nueve personajes están trabajados con un naturalismo idealizado de canon alargado (un antecedente de la estilización de las figuras al gusto manierista), una actitud ensimismada y serena, con unos cuerpos vestidos con túnicas mecidas por el viento que insinúan las formas corporales y otros cuerpos desnudos o apenas cubiertos con sedas transparentes, características todas ellas que acentúan a la vez su sensualidad y espiritualidad.
La pintura fue encargada, probablemente en ocasión de su boda, por Lorenzo de Pierfrancesco de Medici (1463-1503), un personaje importante de una rama secundaria de la familia Médicis, hegemónica en la ciudad de Florencia desde la época de su abuelo Piero. Lorenzo de Pierfrancesco, tenido por un político populista (‘popolano’), tuvo en los años 1490 una destacada participación en la vida política de Florencia, enfrentado a la rama principal dirigida por su tío Lorenzo el Magnífico y, a la muerte de éste en 1492, por su primo Piero. Probablemente estuvo colgada en su dormitorio de la villa campestre de Castello, en las cercanías de Florencia, y todavía poseía la obra en 1499, según un inventario, y años más tarde, a su muerte en 1503, pasó a Giovanni delle Bande Nere (1498-1526) y luego a la rama principal de la familia, como consta en una nota de Vasari de 1551. Esto enmarca La primavera en el contexto del refinado gusto artístico de una familia burguesa devenida aristocrática gracias a su enriquecimiento en el siglo XV con el comercio, la banca y el poder político, y famosa por su activo mecenazgo de los artistas e intelectuales del Renacimiento.
La obra es de tema mitológico, un género que apareció en la pintura clásica en Grecia y Roma, se recupera en el Quattrocento y perdura hasta el siglo XVIII como uno de los más importantes, al permitir alegorías que se inspiran en grandes temas del mundo clásico y darles una interpretación moralizante que encaje en la filosofía neoplatónica y en la religión cristiana. De acuerdo a los textos coetáneos del neoplatónico Poliziano y del poeta humanista Bartolomeo Scala (De los árboles), el cuadro es una alegoría del amor divino y de la misma ciudad de Florencia, representada por este jardín florido. El neoplatonismo entiende el Arte como un medio de conocimiento de la Virtud y la Naturaleza, y por ello de elevación amorosa hacia Dios. Ya Dante había entendido la Naturaleza como una vía de acceso al Amor entendido como energía mental y mística, una vía de sublimación que no necesita de objetos físicos para su perfección.
El cuadro está inspirado en distintas versiones de una famosa historia de la mitología antigua, que aparece en latín en De Rerum Natura del poeta y filósofo Lucrecio, y más tarde en las Odas de Horacio y, sobre todo, en el calendario festivo de los Fastos del poeta clásico Ovidio, mil quinientos años anterior, que narra que en la fiesta romana de Floralia, dedicada a la ninfa Flora en mayo, se celebran los amores del dios alado del viento Céfiro por la ninfa Cloris, a la que toma como esposa por la fuerza, pero luego, arrepentido de su violencia, él mismo la transforma en Flora, la diosa que exhala flores, y como regalo le da un hermoso jardín en el cual reinaría eternamente la primavera. El tema reaparece, con cambios, en las Metamorfosis del mismo Ovidio.
Este tema repetido de la poesía latina es transformado en la pintura en un diálogo entre la belleza trascendente y el alma convertida en amor, en tres fases dialécticas: la ‘progresión’ representada por la persecución inicial de Cloris por Céfiro (estimulado tal vez por las flechas del ciego Cupido) y la transformación final de ella en Flora; la ‘restitución’ marcada por la intervención de los otros dos dioses, Venus con su gesto de mostrar el juicio divino, y Mercurio, que ilumina la escena; y la ‘conversión’ representada por la danza de las Tres Gracias que bailan en un círculo que simboliza la iluminación divina, facilitada por Venus y Mercurio. De este modo, con la ayuda de los otros dioses, Céfiro asume el error de que su deseo inicial era solo terrenal y que debe transformar su atracción en amor espiritual.
En este proceso, los dioses Céfiro y Mercurio están contrapuestos no solo espacialmente sino también en su color (más tenebroso, más ‘animal’ el primero), mientras que Venus, como gran divinidad tutelar de la educación humanista, actúa como punto de síntesis, por un lado (Céfiro) del amor sensual y la búsqueda de la belleza material, y por otro lado (Mercurio) del amor casto y el ansia de la belleza espiritual.
La teoría neoplatónica busca la conciliación entre el mundo pagano racionalista y el mundo cristiano místico, y en esta pintura Venus-Humanitas (su mano insinúa el gesto de enseñar cómo puede convertirse el amor pasional, físico e irracional, de Céfiro en la Tierra, en un amor contemplativo en el Cielo) y el Amor (el arco de Cupido que lanza sus flechas al azar pero que a la postre ha de seguir los dictados de la diosa y envía su último dardo a Castitas, que entonces mira a Mercurio que a su vez mira al Cielo, cerrando el ciclo de perfeccionamiento), situados en el centro como punto ideal de equilibrio, simbolizan la armonía entre la naturaleza (la aportación del paganismo) y el espíritu (el aporte del cristianismo). La diosa pagana cristianizada y su gran don, el Amor divino, trascienden así los conceptos de amor sentimental y placer físico o sensual: el amor auténtico ha de superar su nivel físico y llegar a lo espiritual.
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